Descubrir y conocer a Piedad Bonnett es uno de esos regalos que nos deja todos los años la Feria del Libro de Buenos Aires. Piedad fue invitada a participar del Festival de Poesía de la feria, y también para hablar sobre duelo y literatura por su libro Lo que no tiene nombre (2013). Lo que no tiene nombre es la muerte de un hijo, y Daniel, el hijo de Piedad, se suicidó. El libro es tan intenso, tan honesto, tan abrumador, que es casi imposible salir ileso de su lectura. Una obra que lleva inevitablemente a la reflexión…, pero eso lo dejo para después y empiezo por preguntarle a Piedad sobre su infancia.
Piedad, sé que vivías en un pueblo y que tu familia se mudó a Bogotá cuando eras muy chica. ¿Qué edad tenías entonces?
Tendría unos siete u ocho años cuando nos mudamos a Bogotá… y fue extraordinario. Yo tengo miles y miles de recuerdos de la infancia. Creo que en mi infancia se gestó la poesía, porque mi pensamiento siempre ha sido un poco mágico, asociativo. Me acuerdo que llegamos de noche. Llegábamos de un pueblo chiquitico donde no había automóviles, solo había caballos, y dos carros que lo llevaban a uno al aeropuerto, porque sí había un aeropuerto que había hecho un dictador, o un cuasi-dictador, que fue Rojas Pinilla. Y llegamos directo a la capital de la República ¡y lo que recuerdo es que vi un trolley! y toda esa cosa mágica del movimiento de una ciudad grande que yo no había visto nunca, y la sensación fue de fascinación. Había montañas muy grandes y hacía mucho frío. Yo venía de una región fría, pero no tanto. Me acuerdo que por la mañana cuando íbamos al colegio abríamos la boca y nos salía una bocanada de vapor, una nube.
Fue lindo, pero también un poco angustiante, porque mi papá llegaba a buscar una vida y mientras tanto vivimos con la abuela y estábamos un poquito estrechos. Todo eso lo viví con mucha sensibilidad. Pero hoy agradezco a mis padres que me hayan sacado de ese pueblito porque me abrieron el mundo. Mis padres venían en busca de una mejor educación para nosotros y creo que estuvo bien.
Desde chica empezaste a leer. ¿Eso te hacía sentir un bicho raro?
Yo siempre fui un poquito bicho raro, ¿no?, pero la consciencia de ser un bicho raro porque leía solo la vine a tener cuando fui adolescente. Para mí la infancia y la lectura están tremendamente asociadas. Me acuerdo que entraba a un cuarto enorme que había en esa casa de la infancia y me parecía que los techos eran altísimos, y ahí había una biblioteca pequeñita y una colección que se llamaba «El tesoro de la juventud». Yo leía cuentos de hadas y estaba convencida de que ese universo existía. Pensaba que allá detrás de las nubes había hadas, gnomos… Lo que recuerdo muy bien es cuando comprendí que eso no era así. El dolor de la pérdida. ¡No es posible, que todo eso sea fantasía, que eso no exista! Ya en el bachillerato yo era la que escribía, la que dibujaba y ahí sí ya empecé a ver que había como una brecha entre las demás niñas (porque era un colegio de niñas), y yo.
En El prestigio de la belleza contás la infancia del personaje, y ahí hay mucho de autobiográfico pero mucho que no lo es. ¿No te importa que se confunda el personaje con vos misma y que la gente crea que es verdad algo que es ficción?
No, (risas) eso es lo que quise hacer. Engañar. Me gusta mucho esa frontera, cuando no sabes qué es verdad. Por eso dije que era una autobiografía falsa. Mira, los poetas tenemos una parte impúdica. A mí el impudor en literatura, que me cuenten todo, no me gusta, me parece como una agresión con el lector. Pero la poesía lo desviste a uno, lo desnuda mucho. La gente empieza a preguntarse: ese poema de amor para quién es… Neruda, por ejemplo: que si esta la escribió para María, o para quién, incluso hacen rastreos de eso. Pero el novelista se camufla mejor. En una novela como esa pues yo sabía que era más difícil rastrear, había cosas chiquitas, pero significativas. Muchas de ellas las agrandé o le metí un personaje de otra época. Pero hay mucho de autobiográfico, sí.
¿Disfrutás la escritura o la padecés?
A veces padezco un poquito. Con la poesía jamás padezco, es como mi lenguaje natural. Fluye metafóricamente, ese pensamiento asociativo que me viene de una parte muy oscura de mí misma. ¡Ay!, pero la novela me gusta mucho, me apasiona por la dificultad. Lo que me aburre a veces es ese momentico en que no estás encantado pero tienes que darle una información al lector. A veces no sé cómo dar un giro, y eso me aburre un poco o lo padezco. ¡Llevo tanto hecho, pero ahora estoy aquí, empantanada! Me asusta no poder. Sí, sí, padezco un poquito, pero no mucho. En general la escritura para mí es un gran placer.
¿Y enseñás en la Universidad?
Ya no. Fui profesora de Literatura en la universidad por más de treinta años, pero ya no, y tuve un taller de Escritura Creativa durante unos veinte años. Fue una época muy buena porque tenía el tiempo. Siempre fui una preparadora de clases compulsiva, porque soy muy perfeccionista. No me gusta llegar a improvisar a una cátedra donde los muchachos están entusiasmados. Pero he sabido manejar el tiempo muy bien, porque mi mamá nos dio mucha disciplina.
Pensando en el taller, me preguntaba, ¿cómo se evalúa la creatividad? ¿Cómo se le pone nota a la creatividad de una persona?
¡No! yo nunca le puse nota a la creatividad. ¡Primera condición! En ese taller yo manejaba muchas cosas, como la delicadeza del juicio. Yo siempre estaba protegiendo a los estudiantes de una crítica hecha en un mal tono, de una burla, cualquier cosa yo estaba ahí para conjurarla y yo misma era muy delicada, pero muy drástica. Eso aprendí a manejarlo. A decir la verdad, a decir «eso está malo», pero en los mejores términos posibles. También les exigía vocabulario. O sea: me tenían que hablar de verso, no de frase…las cosas técnicas se respetan.
Y cuando alguien hace algo totalmente diferente y rompe con todo lo anterior. ¿Cómo uno valora eso?
Eso siempre es muy subjetivo. Primero hay un mundo de referencias literarias en mi cabeza, entonces puedo hacer asociaciones. Como yo examinaba esos textos antes, entonces llevaba textos de otros para mostrar que esas posibilidades existían, para abrir la mente de los estudiantes. Si es algo absolutamente insólito que a mí misma me desconcierta…,porque todavía me siguen llegando libros así, un poco locos…, bueno, igual se ve el talento. Yo trato de pensar qué significa. O sea, me aterraría ser muy conservadora en esos territorios. Pero la experimentación por la experimentación misma y la locura en sí, era algo que trataba de controlar. Lo que sí cuando tenía que poner una nota, lo hacía sobre cosas teóricas que habíamos estado estudiando o por el análisis de algún texto de un autor consagrado.
¿Leés en función de tu escritura?
Mucho. Tengo una biblioteca enorme que me comió ya la casa. No lo hago siempre, pero la tendencia es esa: a leer utilitariamente. Ahora hace cuatro años que estoy escribiendo una novela, entonces lo que hago es acopiar cosas que creo que me van a ayudar y postergo otras. Pero cada vez mi campo de elección se estrecha más. Yo no voy a leer a esta edad novelas policíacas o históricas. Esos son dos géneros que no me interesan para lo que yo hago. Pero poesía, siempre.
¿Y qué es lo que más apreciás en una narración o en la poesía? ¿La originalidad, el contenido…?
No, no necesariamente la originalidad: la intensidad. Que tenga una repercusión en mí, que me deje un poco pasmada. Me gusta la literatura más novedosa. La literatura más tradicional, más articulada me gusta menos, aunque yo no he logrado zafarme de esos moldes, ¿sabes? A la hora de mi escritura todavía soy un poco moderada, no tengo ese ímpetu. En la poesía sí, pero no en narrativa. En poesía siempre estoy buscando formas nuevas de decir. En España, por ejemplo, la poesía es muy tímida, y … ya me aburre. Yo siempre estoy buscando voces que vengan desde lugares originales y poderosos.
¿Cómo es el escenario literario en Colombia?
El escenario literario en Colombia es muy vital. Se mueve mucho. Hay gente joven haciendo cosas bonitas. Pero no te podría decir de alguien que me seduzca ampliamente, no, entre otras cosas porque yo tampoco conozco demasiado lo que se está haciendo, porque de pronto estoy leyendo otras cosas más lejanas. Pero lo que sí podría decirte es que en América latina, porque sigo mucho eso, hay una onda de mujeres entre los 30 y los 50 años que están haciendo una narrativa muy buena. Acá en Argentina hay nombres que me atraen mucho. Por ejemplo, Distancia de rescate, la novela de Samantha Schweblin, me fascinó, entonces me fui a leer todo lo de Samantha: Siete casas vacías… esa escritura me interesó mucho, en México también he encontrado otras escritoras interesantes.
¿Todavía podés disfrutar de leer de una manera fresca?
Sí, totalmente. Yo siempre leo de una manera fresca pero al mismo tiempo registro todos los movimientos de la escritura. Porque es lo que practiqué con mis estudiantes durante años. Estoy entrenada para eso. Y leo simultáneamente poesía, ensayo y novela. En los últimos años es tal el vértigo que dejo muchas novelas por la mitad. Antes siempre las terminaba. Ahora ni siquiera es que no me gusten, sino que tengo la necesidad de llegar a otra y entonces las dejo ahí, inconclusas, y ya no tengo culpa. Estoy como poseída de un vértigo. Es como que el tiempo se me acaba.
¿Y tenés escritores favoritos?
Tengo una lista mental, pero va cambiando. Sí te podría decir los autores que me cambiaron la vida. A mí me cambió la vida Proust; Baudelaire, cuando entendí que se podía hacer una poética de la fealdad y eso lo comprendí cuando era muy joven. Con García Márquez entendí que uno puede subvertir el orden lógico y meterse en el terreno de lo mágico. Leo mucho a Isak Dinesen, porque esa delicadeza de la escritura de ella me tocó profundamente, a Blanca Varela, la poeta peruana. En la poesía, Vallejo. Él fue una gran pasión para mí cuando estaba empezando a escribir mis libros. Tengo un autor que quiero mucho, el checo Bohumil Hrabal (Trenes rigurosamente vigilados). La literatura centroeuropea me ha interesado mucho siempre. Me parece muy perturbadora, y ahora estoy leyendo a un rumano, Mircea Cartarescu. Descubrí también a una francesa, Delphine De Vigan, porque cuando escribí Lo que no tiene nombre leí mucho material autobiográfico y ella escribió un libro muy lindo que se llama Nada se opone a la noche, sobre el suicidio de su mamá. Siempre estoy así a la caza. La literatura norteamericana también me ha influido muchísimo. Faulkner me influyó mucho.
Y yendo a Lo que no tiene nombre, ¿te quedó algo por decir? ¿Estás conforme con lo que escribiste?
Yo creo que es el libro del que más contenta me siento, a pesar de que es el único libro que no hubiera querido escribir. Siento que hice como un pequeño círculo, que eso era lo que tenía que hacer. En ese sentido me complace más que todo lo que hice antes. Amo mucho ese libro por todo lo que me ha dado. Me ha dado mucho dolor, porque el dolor de la gente me cayó todo encima, la respuesta masiva incluye mucho dolor y muchas historias muy tristes que todavía me hacen llorar. Ahora me protejo un poquito más de eso, porque ya me estaba agobiando. Pero el amor de los adolescentes, porque ese libro lo leen en el colegio en Colombia, y las cartas de los muchachos, de las madres…la reacción de los médicos. Todo eso me ha dado tanto, tanto…, lo que temo ahora es que la gente espere algo similar.
¿Y pudiste salir de la escritura de ese libro y encarar otra cosa?
Sí, escribí un libro de poesía: Los habitados, pero no lo hice centrándome en Daniel. Bueno, Daniel está en todo el libro como una presencia. Pero me quise alejar y ver a los que durante años y siglos han sufrido de enfermedades mentales y han sido incomprendidos y encerrados y maltratados. Escribí unos pocos poemas. Unos cuarenta poemas en cuatro años, porque no es algo que haya salido desbocadamente como salió Lo que no tiene nombre. Y ahora estoy terminando una novela que nace de un episodio de mi vida con Daniel. Lo que quizás hubiera podido pasar con un muchacho como Daniel, pero ya me voy a un mundo de otra naturaleza.
Si bien vos escribiste el libro por tus propias razones, yo lo recomendaría por otras; lo recomendaría porque pienso que es un libro que enseña a ser más persona. El suicidio, la muerte son temas que asustan tanto que el impulso es huir. Los animales huyen de lo que les da miedo, pero creo que nosotros, como personas, no podemos hacer lo mismo. Y la lectura de ese libro hace que uno tome conciencia de eso: que no se puede salir corriendo. Que para ser más persona hay que aprender a enfrentar el miedo y acompañar.
Sí, mucha gente me ha dicho: no pude leer el libro, me da miedo leer el libro. Incluso gente de la academia, compañeros míos de la universidad. Y bueno, cada uno sabe. A veces yo tampoco quiero ir al cine cuando algo promete ser muy tremendo, muy duro. Pero bueno, a cada uno los libros le llegan en un momento determinado, cuando uno está preparado para asimilarlos.
Tomates
Salí de la casa temprano y caminé descalzo rumbo al huerto a cortar hojas de cebolla de verdeo. Unas pocas nomás, para preparar un tortillo con las papas amarillas que trajo Olivia, mi amiga, la monja peruana («Tienes que comerlas, son deliciosas, papas de montaña arriba… Conoce.») Más allá, en el liño de al lado, se ven los tomates: tan sabrosos, tan colorados. No los voy a tocar. Están reservados para mamá ia ella le gustaba tanto comerlos!
Voy al cementerio a visitarla, no llevo flores, llevo tomates y los deposito sobre su tumba sirviéndolos en un cuenco de vidrio esmerilado.
Entristecido, regreso caminando el mismo recorrido, entreteniéndome con el trino de los carapichos, tan melodioso.
Cuando vuelvo la siguiente vez, los tomates ya no están, ni las semillas. Ella se los comió a todos. Eso creo.
Sal? No la necesita: la muerte es la sal de todas las cosas.-
Rubén López
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