El señorito Paul Sheringham está a punto de casarse con alguien de su clase, pero ese Domingo de las madres será la ocasión perfecta para despedirse «como es debido» de Jane, la criada de sus vecinos que durante años ha sido su amante. La casa quedará vacía ya que, como es tradición, el domingo de las madres es el día libre de las criadas y, para salvar el contratiempo de estar sin servicio, los padres de Paul organizan un almuerzo con sus amigos en el hotel de Henley.
Jane entra por primera vez por la puerta principal, como una señora, y esas horas y lo que pasa después serán decisivos en la vida de Jane que llega a vivir casi un siglo. Tras cincuenta, setenta años Jane recuerda absolutamente todo, y —con su cabeza de escritora, que no era entonces, pero que en cierta forma, sí, ya lo era—, retiene cada palabra dicha, cada detalle. Hay momentos cruciales en la vida de una persona, momentos de los cuales ya no se puede volver atrás y este será el momento de Jane, que más adelante contará miles de historias, excepto una.
Es la Inglaterra de 1924. El 30 de marzo de 1924. Seis años han pasado, pero las marcas de la guerra aún están presentes en las ausencias, en los jóvenes en uniforme que miran desde los portarretratos. Ya no hay sirvientes varones y faltan tanto los hijos de los dueños de casa, como el novio de Milly, la cocinera.
Era extraño, aquel Domingo de las madres que tenían por delante; un ritual en decadencia, aunque los Niven —y los Sheringham— seguían aferrados a él, igual que el mundo, o el mundo de ensueño de Berkshire, aún se aferraba a él, y por las mismas tristes razones: el deseo de que el pasado volviera. Y ese día los Niven y los Sheringham se aferraban unos a otros tal vez más de lo que solían hacerlo, como si se hubieran convertido en una sola familia diezmada.
La lectura de los primeros capítulos de la novela se hace un poco a tientas, como si pasáramos de la oscuridad a una habitación con tanta luz que deslumbrados, apenas pudiéramos ver lo que hay dentro. Pero a medida que los ojos se acostumbran empezamos a ver mejor. Como toda novela que tiene un plan, es en la segunda lectura donde descubrimos todo lo que estaba ahí desde un principio y no habíamos podido ver. Esa forma en que Swift presenta los acontecimientos nos lleva a una lectura lenta, y a la sensación de estar como suspendidos en un espacio donde los sentidos se amplifican y los pensamientos brotan, florecen, merodean extrañados, se extravían, se renuevan y dan la vuelta.
Graham Swift maneja con soltura el desorden temporal de la novela. Jane retrocede en el tiempo cuando en las entrevistas, ya en silla de ruedas, le preguntan sobre su vida. Entonces regresa a sus años de juventud y a la biblioteca del señor Niven donde descubre su amor por las historias. Swift imagina un primer encuentro con la literatura, y aprovecha para ahondar en el sentido de las palabras y en la extrañeza de las cosas.
Graham Swift juega con la amplificación y las elipsis. Puede contar una escena incansablemente, desde distintos ángulos, o puede, solo con una frase decirlo todo y de las dos formas, o mejor, con el contraste de las dos, logra sacudirnos y hacernos sentir la intensidad de la vida. Y es cuando esto sucede, que se renueva en mí, el amor por los libros. Me paro frente a la biblioteca y quiero leerlo todo. El domingo de las madres da ganas de ponerse a leer, cualquier cosa: historias de vida, de aventura, de amor, de lo que sea.
La traducción, del español Jesús Zulaika, no me conforma. Muchos juegos de palabras resueltos con notas al pie, o palabras rebuscadas donde no las había, o palabras demasiado «españolas». Sin embargo, el encanto de la historia subsiste. Hay que leerla.
Graham Swift (1949) es un prestigioso escritor nacido en Londres. Publicó once novelas, la última este año en marzo, llamada: Here we are (Aquí estamos). Cuando apareció El domingo de las madres, en el 2016, The Guardian publicó una reseña en donde la consideraba «probablemente su mejor novela hasta el momento».
Dos de sus novelas anteriores, El país del agua y Últimos tragos, fueron llevadas al cine. La primera, Waterland (1992), fue protagonizada por Jeremy Irons y Ethan Hawk, y traducida en Argentina como «Nosotros mismos» y la segunda, Last Orders (2001), fue protagonizada por Michael Caine, Bob Hoskins y Helen Mirren, y en la Argentina se la tradujo como «Las últimas órdenes».