Hacía mucho tiempo que no leía a Raymond Carver. En una época leí sus libros uno atrás del otro: Catedral, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor. Me acuerdo como si fuera ayer que leí Tres rosas amarillas en un viaje que hice en avión hace casi veinte años. Es más, el primer cuento «Cajas» lo leí, estoy segura, en la sala de pre-embarque. Pero quizás por el hecho de haberlo leído mucho y tanto tiempo atrás, ya no me llamaba la atención. Como esas cosas que creemos superadas y a las que no nos interesa volver. No sé por qué se me ocurrió de pronto darle una ojeada. Supongo que curiosa por ver qué impresión me daba ahora, después de estos últimos años en los que leí tanto; y lo primero que me impresionó es que me acordaba perfectamente de cada uno de esos cuentos.
Los cuentos de Carver siempre tienen en primer plano a la pareja, las dificultades económicas y el alcohol como salida. Pero en estos cuentos, que fueron los últimos que escribió, ya no hay alcohólicos. Y es que Carver había logrado dejar de beber. Lo que nunca dejó de interesarle fueron las relaciones humanas. Hay un cierto determinismo en el universo Carver que lleva a los personajes a cometer siempre los mismos errores y a sentirse culpables. No es mucho lo que pasa en términos de acción, todo está puesto en esos diálogos corrientes, cotidianos, donde sin embargo subyace todo lo que importa. Carver era un especialista en crear climas y la voz del narrador, casi siempre en primera persona, es uno de los recursos con los que genera una fuerte empatía.
Ahora sí, con la relectura y la devoción renovada, puedo decir que las historias de Tres rosas amarillas son una mejor que la otra. Son siete. Quizás las más famosas sean «Caballos en la niebla» y «Tres rosas amarillas». A mí me gustan mucho «Cajas» y «Quien quiera que hubiera dormido en esta cama». Ya desde los títulos, el estilo de Carver es inconfundible. Y sí, se lo considera minimalista, pero eso no significa que sus cuentos estén exentos de emoción y, por otro lado, en sus últimos años, empezó a ser más expansivo y a defender con más fuerza sus narraciones de la «podadora» de su editor, Gordon Lish, que buscaba extremar la economía de su prosa para generar mayor impacto.
La mujer de «Cajas» está mal en todas partes. Siempre cree que en el siguiente lugar al que se mude será feliz, pero a los pocos meses todo vuelve a estar tan mal como antes. El malestar que siente le resulta insoportable y piensa que se deshará de él al irse a otro sitio pero el lector siente una angustia impotente porque sabe que ese malestar la seguirá adonde quiera que vaya con sus cajas. En «El elefante» la acumulación es agobiante. Un hombre carga con la responsabilidad de su madre viuda, su ex mujer, los hijos, y la familia de su hermano desempleado: todo el peso económico recae en él. En «Intimidad», en cambio, la acumulación resulta humorística, cuando un escritor visita a su ex mujer y ella le dice «todo» lo que piensa de él. Y cuando digo «todo», es todo.
En «Quien quiera que hubiera dormido en esta cama», una pareja se despierta sobresaltada a las tres de la mañana por una llamada telefónica. El número está equivocado, pero la mujer quizás borracha insiste y vuelve a llamar. Entonces desconectan el teléfono. Con la preocupación de tener solo unas horas de sueño por delante, y a pesar de haber dormido muy poco, se ponen a hablar y la conversación comienza a girar en torno a la muerte. Y es quizás por haber salido con tanta violencia del sueño y encontrarse en medio del desamparo angustiante de la noche, que aparecen los miedos y el diálogo se vuelve cada vez más íntimo y conmovedor.
El último cuento,»Tres rosas amarillas», es muy diferente a todos los demás. En él, Carver recrea los últimos años de Chéjov, al que admiraba, y que murió muy joven, ahogado y tosiendo sangre por la tuberculosis. Es un relato de enfermedad y de muerte contado con delicadeza en base a los diarios de la mujer de Chéjov, de su hermana y de Tolstoi; con el agregado de un personaje de ficción que interviene en una escena final digna de Chéjov.
Lo que Carver no sabía es que a pocos meses de escribir el cuento empezaría él también a toser con sangre. Enseguida le extirparon casi todo el pulmón izquierdo, pero unos meses después el cáncer le tomaría el cerebro. En una entrevista, en The New York Times, Carver contó que estaba entusiasmado con el bote que se había comprado para ir a pescar y que la estaba peleando: «Voy a lograrlo. Todavía tengo muchos peces que pescar y cuentos y poemas que escribir», dijo. Pero dos meses después murió. Fue en agosto de 1988, y solo tenía cincuenta años.
La traducción es buena. Creo que podría considerarse al español Jesús Zulaika un especialista en el estilo Carver del que también tradujo ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y De qué hablamos cuando hablamos de amor.
Muy buena lectura, para sopesar y reflexionar
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¡Exactamente! Toda buena lectura requiere de un tiempo posterior de análisis o reflexión. De lo contrario, es una lectura a medias, y podemos sentir que el tiempo invertido no valió la pena.
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Muy buena lectura, muy buena idea aprovechar este tiempo leyendo
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