Una larga paciencia

James Salter nació en Nueva York en 1925 con el nombre de James Horowitz. Presionado por su padre, que era Coronel del Ejército, ingresó en la Academia militar de West Point. Estuvo doce años en la Fuerza Aérea y participó en la guerra de Corea como piloto de combate. Su primera novela, Los cazadores (1956) se basó en esa experiencia. La publicó bajo el seudónimo de James Salter para no afectar su carrera, pero tras un buen comienzo —le compraron los derechos de la novela para hacer una película—, decidió dejar su vida militar y dedicarse por completo a la escritura. 

Durante décadas fue un escritor muy valorado por sus pares, pero sin éxito comercial. Lo que suele decirse: un escritor de escritores. Sus mayores ingresos los obtuvo de guiones de películas y de algunos premios literarios que ganó. Era ya muy mayor cuando empezó a hacerse más conocido. Sobre todo por sus memorias, Quemar los días, que publicó a los setenta y dos años. Sin embargo se mantuvo activo hasta el final de su vida y el reconocimiento llegó. Su última novela, Todo lo que hay (2012), publicada a sus ochenta y siete años se vendió más que todos sus libros anteriores juntos.  Quizás haya sido el efecto de la acumulación, dijo Salter en una entrevista, el proceso lento de una vida.  

Los cuentos de La última noche son engañosamente fáciles de leer. Hay mucho diálogo, la página es aireada, pero al llegar al final, nos sentimos perdidos. Entonces hay que volver a empezar. Salter va dejando como al descuido una palabra acá o una frase allá en medio del relato y los diálogos, y si no prestamos mucha atención, pasamos por encima de ellas sin darnos cuenta; porque no hay reflectores que iluminen esas palabras. Son nuestros ojos los que tienen que encenderse como faros en busca de esas pequeñas señales que son, claro, importantes.

Salter examina en detalle las relaciones humanas, sobre todo las amorosas. Matrimonios que fracasan, engaños recurrentes y siempre un trasfondo de desilusión. Los deseos insatisfechos que nos perturban y que tratamos de negar, hasta que un día nos asaltan con todo su poder y ya no hay forma de contenerlos. También la enfermedad y la muerte son temas con los que tendrán que lidiar los personajes de estos cuentos en los que la edad de Salter—ochenta en ese momento— de alguna forma se evidencia. Hay en ellos una mirada retrospectiva de tranquila, pero aguda penetración.

Decía Vladimir Nabokov:

“Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.”

Recordé esas palabras al leer a Salter, porque los cuentos de La última noche no están escritos para conformar teorías. Salter no escribe sus cuentos como “debería”. Sus cuentos tienen a veces demasiados personajes, o se diversifican en distintas líneas que no siempre convergen y no todo es funcional como “debería” ser. Pero qué gran escritor escribió obedeciendo a esos “debería”. La que debe acomodarse, en cambio, y cuestionar la validez de sus normas es la teoría, cuando una obra no encaja dentro de sus esquemas y sin embargo su calidad está fuera de toda discusión. Por eso, creo que el consejo de Nabokov es pertinente: hay que leer estos cuentos como si  fueran un mundo nuevo y desconocido. Después de leer unos cuantos, entendemos que hay en ellos una lógica diferente y vamos descubriendo las reglas que los rigen. Solo entonces podemos  apreciar el mundo distintivo de Salter.

 

 

 

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