Vidas verdaderas

Existe una tradición de siglos en la escritura de autobiografías, pero se podría decir que a partir de la década de 1970 hubo un aluvión de publicaciones de las llamadas «escrituras del yo»—memorias, testimonios, autobiografías, diarios, cartas, notas, apuntes—, de personajes célebres, de escritores o de ilustres desconocidos; y junto con ellas aparecieron los textos teóricos que analizaban esa nueva tendencia desde distintos ángulos: desde la filosofía, la narratología, el feminismo, la psicología, etc. Sin querer teorizar al respecto, me gustaría reflexionar sobre qué es lo que anima a las personas a escribir sobre su vida y qué anima a otras a leer esos textos.

Es cierto que muchos leen autobiografías de personas famosas, simplemente porque les interesa el personaje, y también hay quienes leen autobiografías como documentos históricos, para saber cómo se vivía en otras épocas. Mi interés va más hacia la autobiografía como instrumento de autoconocimiento y de autoexpresión. Hombres y mujeres por igual han escrito sobre sus vidas, pero en el caso de la mujer, podríamos decir que el género se instaló además como una búsqueda de identidad en un mundo en el que su papel estaba pautado, su voz silenciada, los deseos relegados. Para resistirse a las restricciones impuestas a su sexo, muchas escritoras norteamericanas, como Gertrude Stein en el siglo pasado, emigraron a Europa, y así, liberadas de su cultura de origen, contaron sus vidas.

Sin duda, la voz de un yo narrador que se confiesa ante nosotros y la intimidad que eso produce nos atrapa. Hay una correspondencia entre aquel que se confiesa y el que lee esa confesión. Toda persona es un misterio, incluso lo es para sí misma. El que escribe busca develar ese misterio. Busca explicarse a sí mismo y a los demás quién es; intenta rever, re interpretar, con la distancia entre lo ocurrido y lo narrado, los hechos de su vida. Por eso, la autobiografía y la memoria van en busca del sentido. El lector sabe de manera intuitiva que eso es así y siente al leer la promesa de una revelación que puede incluso iluminar su propia vida. Si el escritor hace un trabajo de introspección honesto y se embarca en un viaje de autoconocimiento, como dice Vivian Gornick, el lector viajará con él. Si eso no sucede, si no hay epifanías, si todo queda en la superficie, el lector se sentirá defraudado.

Se dice que lo que distingue al relato autobiográfico del relato de ficción es su verdad. Pero ¿es posible contar «la verdad»? Se ha debatido muchísimo respecto a la veracidad del texto autobiográfico, ya que el que escribe selecciona ciertos hechos de su vida y no otros, y los conecta y los ordena según su idea de cómo sucedieron las cosas. El sesgo es inevitable, además de que el tiempo y el olvido desfiguran las cosas. Algunos familiares de Karl Ove Knausgård salieron indignados a decir en los medios que lo que Karl Ove contaba en sus libros era mentira. Por otro lado, es indudable que muchos de los detalles que da no son ciertos. Sería imposible que recordara las cosas con tanta precisión. Por eso muchos hablan más bien de «novela autobiográfica» y de textos de «autoficción». García Márquez dice en el epígrafe de su autobiografía: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.»

Pero más allá del debate filosófico, creo que la verdad de un texto no reside en la exactitud con que se cuentan las cosas, sino en la intención sincera del autor de ahondar en su vida para entenderla y entenderse. Y esa comprensión se alcanza en el proceso de la narración, a medida que el que escribe va repasando su historia y reflexionando sobre sí mismo. Pero no todos superan las dificultades que eso conlleva, a pesar de las buenas intenciones. El lector tiende a creer lo que el yo narrador cuenta, pero cuando el escritor no logra salirse de sí mismo para verse como un otro, cuando se victimiza y no puede objetivarse, el que lee deja de creerle. Porque si el que escribe no tiene el valor de mirarse de frente, difícilmente descubra algo que valga la pena.

Pero ser sincero tiene sus costos y el que escribe tiene que saberlo. Rachel Cusk, después de escribir varias novelas de ficción, escribió dos libros autobiográficos. El primero sobre la maternidad y el segundo sobre su divorcio. La crítica se ensañó con ella. No criticaban la escritura del libro sino que la atacaban a ella como persona: por su «egocentrismo», por contar cosas privadas de su familia y de sus hijas. Rachel quedó tan afectada que pasó mucho tiempo antes de que pudiera volver a escribir. En mi opinión, los críticos no se indignaron por lo que Rachel contaba, sino por sus reflexiones acerca de la maternidad y el matrimonio que habrán visto como un ataque a la institución matrimonial.

Dice Erich Fromm en El arte de amar, que hay en el ser humano un profundo anhelo de conexión como forma de superar la angustia de la separatidad. Y es esa conexión, creo yo, una poderosa motivación para el que escribe y también para el que lee. El afán de expresarse, de darse a conocer. En el caso de Rachel Cusk, la respuesta a su texto fue una cachetada. Por eso el género requiere de coraje. Pero el anhelo de conexión persiste, y un día puede llegar. A veces después de muchos años, porque por la naturaleza misma del medio escrito esa conexión se da a destiempo, pero cuando ocurre es tan válida e intensa que no importa si el que escribe vivió dos siglos antes que el que lee, porque lo que se comparte es la humanidad que no cambia con las épocas, y la distancia en el tiempo es entonces solo un factor más que nos llena de asombro.

2 comentarios

  1. Patiren

    Maravilloso tu análisis…. compartir la humanidad que no cambia… lindísimo!

    Le gusta a 1 persona

  2. Paquita Sanmartín

    Impresionante texto. Yo leí a Rachel Cusk, su Despojos, y me gustó. Ando siempre buscando los libros como forma de interpretar, de entenderla vida y su sentido, si es que lo tiene.

    Le gusta a 1 persona

Replica a Patiren Cancelar la respuesta